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Cuando ganó y fue caminando hacia el Congreso y se tiró encima de la gente, y se lastimó y le pusieron una curita, el hombre me cayó bien. Después les tomó como todos juramento a sus ministros y todo era una fiesta. Todos ellos estaban tan contentos que trasmitían esa felicidad a los que estaban ahí, en el Congreso, y a los que los mirábamos por tevé. El tipo era alto, flaco y bizco. También era bastante jodón porque agarró el bastón de mando e hizo como si jugara al billar.

Me gustó. Veníamos de los malos tiempos de Menem, los peores de De la Rúa, la prudente transición que hizo Duhalde y –pese a las magníficas asambleas populares- ya hasta descreíamos de los argentinos. Pero el flaco dio su discurso de asunción y dijo que provenía de “una generación diezmada”. Eso me conmovió. Conocí muy bien a la fervorosa “generación diezmada”. Muchos ni la nombran. Parece que se avergonzaran de ella. Durante los festejos por el 17 de octubre nadie la recordó. Y bueno, hay olvidos estrepitosos, brutalmente sonoros. Pero el flaco, ahí, en el Congreso la nombró con orgullo y afirmó que perteneció a ella, a la que llamó “generación diezmada”. “Que lo dio todo sin recibir nada”, agregó. El flaco, claro, era Néstor Kirchner.

Fue al programa de la diva de los almuerzos. Y la diva le dijo que muchos pronosticaban “se viene el zurdaje”. Él y su esposa –que era senadora y tenía una frondosa inteligencia- le dijeron que no aceptaban esa palabra. Y la diva dijo: “Con lo mal que está el país un poco de zurdaje no le va a venir mal”. Al domingo siguiente publiqué mi contratapa en este diario y le puse por título: Un flaco como cualquier otro. A la semana me llama el vocero presidencial. Que, me dice, el presi quiere hablar con vos. Lo que sigue lo conté en mi libro El flaco.

Lo quise mucho a Néstor Kirchner durante los dos años que siguieron. Hablamos varias veces, me desbordó la emoción cuando ordenó sacar el cuadro de Videla, le sugerí un montonazo de cosas, que hizo y sobre todo no hizo. Nunca acepté ser parte de nada oficial. Me gusta estar solo, en mi casa, escribiendo. Lo aceptó bien. Y cuando empezó a dialogar con un sindicalista por el que nunca tuve el mínimo afecto publiqué una contratapa titulada El factor Barrionuevo. Al breve tiempo recibo un mail. Era de él, del flaco, ahora enojado y en actitud de presidente. Contesté el mail. Y no lo vi más. Salvo casualmente. A fines del 2003 salió en la tapa de Gente, en esa galería de “famosos” elegidos según el criterio “fresco” de esa revista amiga con la dictadura procesista. Publiqué una doble página central historiando la siniestra relación del magazine cholulo y fascistoide y le critiqué su aparición entre los “famosos de la Argentina”. Al año siguiente se negó a salir. Me dijo: “No tropiezo dos veces con la misma piedra”. Fue un honesto consejo que le di y aceptó.

Después, inesperadamente, se murió. La noticia me dejó un sabor amargo, una tristeza larga, que demoró en irse. Se había ido el flaco. Un compañero.

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